Toros de Victoriano del Río, justísimos de presentación, 3º anovillado, flojos y noblotes, 2º con algo más de motor, 4º casi rajado, 5º aplomado. Enrique Ponce: Estocada trasera (oreja) y Pinchazo y estocada caída (oreja). Sebastián Castella: Pinchazo y estocada (oreja) y estocada desprendida (ovación). Alejandro Talavante: Pinchazo y estocada (oreja) y Estocada -aviso- (dos orejas). Sustituyó al anunciado JMª Manzanares, quien envió parte médico por tendinitis. Tres cuartos de plaza. 30 de mayo.
T y F: José Angel Rodríguez. Se anunciaron toros en Aranjuez y aparecieron sus hermanos pequeños. Sí, ya sabemos lo que indican sus números grabados a fuego, el peso que dieron en la romana y hasta los dientes que lucen en sus bocas pero, amigo, a otro perro con ese hueso. O en este caso, con esas defensas y ese trapío nada dignos de la histórica plaza –de 2ª, no lo olvidemos- que queremos remontar. Al otro día los papeles dirían una cosa. Los pocos aficionados que sobreviven a este lado de la calle Almíbar dirían otra. Pero qué más da. Casi lleno, orejas a troche y moche y coletas calle abajo, ¡jauja!
En fin, que la primera en la frente fue la ausencia de Manzanares, que cambió su nombre en el cartel por otro en el certificado. La verdad es que había ambiente por verle en plena sazón y habrá que aguardar a la próxima.
Sustituyó al alicantino Talavante, que se erigió en triunfador numérico de la tarde. Por la cantidad de apéndices del esportón -¿la jubilación ha ablandado el corazón del presidente?- y por la exigua distancia en la que toreó a su lote. Tan mínima fue que los pobres animalitos estuvieron en un tris en hacer con las pezuñas la T de tiempo muerto para que los dejaran tomar un poquito de resuello.
Arrimón con achuchón en el primero y algo más de temple en el segundo, con pases de todos los calibres hasta el arrinconamiento del burel en las tablas. Con otro enemigo y con mayor distancia la faena biauricular sí hubiera tenido verdadero empaque.
Ponce estuvo a lo suyo, que es sacar leche de una alcuza. Al soso primero le endosó su clásico repertorio con algo de despego y carente de emoción. Al cuarto, que se quería ir, le acabó envolviendo en su rojo telón para doblarse con él y demostrar que el enemigo no estuvo nunca a su altura.
Castella se puso ojedista en el segundo y la regla no dio de sí para medir su encimismo después de los estatuarios de inicio. En el quinto, el peor del encierro, tiró por la calle del medio y allí se plantó, en el hocico del bicho justificando por su parte (y hasta por la de sus compañeros) el dejarse anunciar a las puertas de Madrid con una cuasi novillada.